miércoles, 3 de septiembre de 2014

Eucaristía, Misterio de la Fe


          En la Santa Misa, luego de la consagración eucarística, luego de hacer la genuflexión, el sacerdote, al incorporarse, exclama, dirigiéndose al Pueblo fiel: “Este es el misterio de la fe”[1]. Con esta expresión –“misterio de la fe”-, está reconociendo que lo que tiene delante de sí, la Eucaristía, que ya no es más lo que era, un poco de pan, es algo que sobrepasa absolutamente la razón: es, precisamente, un “misterio”, algo que no puede ser comprendido en su totalidad, sino simplemente ser aceptado y creído, porque sobrepasa nuestra capacidad de comprensión. La Eucaristía es el don admirable, ante el cual los ángeles del cielo se postran en adoración, porque es el Cordero de Dios: es Dios Hijo en Persona, que se hace Presente, delante de nuestros ojos, bajo el velo sacramental, con su misterio pascual de muerte y resurrección, actualizando su sacrificio salvífico y redentor. Por el “misterio de la fe”, la Santa Misa, la Eucaristía, tenemos delante de nuestros ojos, al “Cordero de Dios como degollado” descripto en el Apocalipsis (5, 6), al cual le rinden homenaje de adoración los ángeles, postrándose ante su presencia en el altar del cielo; ése mismo Cordero, y no otro, ése mismo Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encuentra, por el milagro de la transubstanciación, no solo en el cielo, delante de los ángeles, sino en el altar eucarístico, delante de nuestros ojos, oculto bajo las especies sacramentales del pan y del vino. Esto es lo que la Iglesia llama “misterio de la fe”.
         Con otras palabras, lo dice Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”: el Papa afirma que lo que recibe la Iglesia en la Eucaristía no es “un don más entre otros”, sino “el don por excelencia”, porque es el mismo Señor Jesús en Persona, que se dona a sí mismo, “en su santa humanidad”, con su misterio redentor, salvífico: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y ‘se realiza la obra de nuestra redención’.
         La Santa Misa es un misterio de fe, es decir, es algo que no puede aprehender ni explicar con la sola razón humana, porque contiene en sí misma, en las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, a la totalidad del misterio pascual de Jesucristo -Pasión, Muerte y Resurrección-, misterio que es salvífico y redentor, y esto es inalcanzable para la sola razón del hombre: “El sacrificio eucarístico -es decir, la Santa Misa- no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía ‘pan de vida’ (Jn 6, 35-48)”[2].
         En otras palabras, el Santo Padre nos está diciendo que cuando asistimos a Misa, se actualiza para nosotros, por el misterio de la liturgia, el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, misterio por el cual nos salva, pero que al mismo tiempo, ¡se nos dona en la Eucaristía en su totalidad como Pan de vida! Es algo verdaderamente incomprensible; es un misterio insondable, de una profundidad inagotable: un Dios que, por Amor a mí, se encarna hace dos mil años, sufre la Pasión, muere en la cruz, resucita, se hace Presente en mi vida personal y en mi existencia -en los días de mi vida terrena, en el siglo XXI en el que vivo-, por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, haciendo en la Santa Misa lo mismo que hace en la cruz -entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, así como entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, para donarse como Pan de Vida eterna, para que cuando yo lo comulgue, reciba su propia vida, que no es mi vida creatural, mi vida de ser humano, sino la vida suya, la vida divina del Hombre-Dios, para que yo comience a vivir con la vida de su Ser divino trinitario, siendo aun un peregrino en el desierto de la vida terrena, que camina hacia la Jerusalén celestial. ¡Un verdadero misterio de la fe y del Amor de un Dios, que no escatima nada para demostrarme su Amor!
         Ahora bien, el Santo Padre introduce un elemento nuevo, que nos toca de cerca a nosotros, porque hasta ahora, el “misterio de la fe”, es una acción eminentemente divina; sin embargo, ahora, dice Juan Pablo II, hay algo que nos pertenece a nosotros, y que es necesario para que “la eficacia salvífica del sacrificio (de Jesús) se realice plenamente”, y ese algo, es la libre decisión nuestra de entrar en comunión con nuestro Dios que se nos ofrece como Pan de vida eterna en el altar. Dice así Juan Pablo II: “La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su Cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su Sangre, “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente”[3].
         El Santo Padre nos quiere decir que hasta aquí, Dios ha puesto todo de su parte; pero ahora, somos nosotros los que debemos poner de nuestra parte, para que la salvación se lleve verdaderamente a cabo, y es el que deseemos ser salvos por Cristo Jesús; que deseemos entrar en comunión con Él, y para eso, debemos aceptarlo como nuestro Salvador, y debemos unirnos a Él en su Cuerpo sacramental, para recibir el don de su Espíritu. Es decir, debemos mostrar, con nuestro libre albedrío, que queremos unirnos a Él -en estado de gracia, por supuesto- y recibir su Cuerpo sacramentado, para recibir el don de su Espíritu -en realidad, ver acrecentado el don del Espíritu, ya recibido en el bautismo-, para que la salvación sea eficaz, porque la salvación no es algo "automático", desde el momento en que somos seres libres -Dios y nosotros- los que entramos en comunión, en unión común, de vida y de amor: "”Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como 'sello' en el sacramento de la Confirmación”[4].
         Por último, el Santo Padre sostiene que, por la liturgia eucarística, nos unimos, misteriosamente, a la liturgia de los cielos, puesto que la liturgia eucarística es como una “ventana” -un “resquicio”, dice el Santo Padre-, que desde el cielo se abre sobre la tierra. De esta manera, el Santo Padre nos recuerda al profeta Isaías cuando exclama a Dios, suplicándole, que se digne rasgar los cielos –“Si rasgaras los cielos y descendieras”[5]-; el profeta, contemplando la majestuosa hermosura de Dios, ha quedado desolado, al compararla con la realidad de este mundo, y es por eso que clama, implora, suplica, que Dios, con su belleza inabarcable, se digne "rasgar los cielos", y descender: "Si rasgaras los cielos y descendieras". A este profeta nos recuerda el Santo Padre en este párrafo de Ecclesia de Eucharistia: "Cuando nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial; la Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta su luz"[6].
         Sin embargo, tal vez, siendo un poco osados, podemos ir un poco más allá de las palabras del Santo Padre, y podemos decir que, cuando celebramos la liturgia del Cordero, es decir, la Santa Misa, Dios ha escuchado al profeta, y ha rasgado los cielos, y ha descendido con su incomparable majestad y hermosura, porque desciende, desde los cielos, el Maná verdadero, la Eucaristía, y puesto que la Eucaristía es Nuestro Señor Jesucristo, es decir, Dios Hijo en Persona, más que "un rayo de la Jerusalén celestial", y más que "un resquicio del cielo", podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la Eucaristía es muchísimo más que eso, porque la Eucaristía es el Cordero en Persona, y el Cordero es la "Lámpara de la Jerusalén celestial" (cfr. Ap 21, 22) y es el Dios Tres veces Santo, a quien los cielos mismos no pueden contener.
         La Eucaristía es más que un resquicio del cielo, y es más que un rayo de la Jerusalén celestial: es, como lo anuncia la Iglesia, cual nuevo Juan Bautista en el desierto del mundo y de la historia, desde el altar eucarístico, en el momento en el que sacerdote ministerial eleva la Eucaristía luego de la consagración, "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo"[7]. Y este Cordero se dona a sí mismo como alimento, en el Banquete celestial, la Santa Misa, de modo que los hijos de Dios se alimentan no con un manjar exquisito, preparado y servido por Dios Padre, para que tengan fuerzas en su peregrinar, pro el desierto del mundo, hacia la Jerusalén celestial. Este manjar está compuesto por platos suculentos, que no se encuentran en ningún lugar de la tierra: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado; el Pan de Vida eterna, la Humanidad Santísima del Jesús de Nazareth, inhabitada por la divinidad, y el Vino de la Vid verdadera, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, obtenida luego de ser triturada esta Vid en la Vendimia de la Pasión. Y este manjar, exquisito y suculento, servido por Dios Padre para sus hijos pródigos en el Banquete celestial, la Santa Misa, concede a quienes se alimentan de él con fe y con amor, una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, que los hace entrar en comunión con las Tres Divinas Personas de la Santísima y augustísima Trinidad. Al alimentarse de este banquete, el cristiano vive la vida nueva, la vida de los hijos de Dios, que no es un modo humano de vivir las virtudes, sino que es un modo de vivir en comunión de vida más íntima con Jesús, que se dona en la Eucaristía, para que después de unirse a Él y contemplarlo en el Amor, lo comunique por la misericordia.
         La comunión eucarística, a su vez, es equivalente a la contemplación en el Monte Tabor, por eso es que nos detenemos en su consideración, al reflexionar sobre el misterio eucarístico.
El episodio del Monte Tabor es una revelación trinitaria, que la reserva Dios para aquellos a quienes considera sus amigos más íntimos: “Ya no os llamaré siervos...; a vosotros os he llamado amigos, porque os he hecho y haré saber cuantas cosas oí de mi Padre”[8]. No es propio del criado entrar en el aposento más íntimo de la familia de su señor; y a la criatura sólo le compete de suyo honrar a Dios como a su Señor; no ha de atreverse a echar una mirada en los misterios de Su seno y de Su Corazón. Y si se le permite hacerlo, precisamente por ello entra en amistad con Dios; porque solamente a los amigos suelen revelarse los misterios más íntimos[9]. Y es este misterio íntimo de la Trinidad y del futuro de gloria y felicidad que está reservado a quienes lo sigan de cerca en la cruz, es lo que Cristo revela en la intimidad de la comunión eucarística a los cristianos.
Así el cristiano se levanta infinitamente por encima de los límites de su naturaleza, de su razón, de su mezquindad; e iniciado en los misterios de su Señor, se siente llamado a los privilegios y a las obligaciones de un amigo verdadero.
Y la exigencia es la de la correspondencia con obras de amor, de misericordia, de compasión, de caridad, de perdón, de amor a los enemigos, de bendición a los que los persiguen, tal como pide Jesús en el Evangelio, de perdonar “setenta veces siete”, de desterrar de una vez y para siempre, no solo todo odio y todo rencor, sino absolutamente el más mínimo resquicio de enojo, para con el prójimo que es, por algún motivo circunstancial, “enemigo” del cristiano, de manera tal, que en el corazón del cristiano, que recibe a Jesús en la Eucaristía, solo se encuentre Fe y Amor. No puede ser de otra manera, porque si por ser la revelación de este misterio una prueba extraordinaria del Amor divino para con el cristiano, esto mismo exige, de parte del cristiano, una gratitud y una correspondencia de amor sin límites, porque al transfigurarse y revelar su gloria y su origen trinitario, Cristo revela la plenitud de la bondad divina y la revela como queriéndola comunicar a sus amigos. Se revela como Dios bueno no sólo por poseer infinitos bienes, sino también infinitamente bueno por comunicarlos completamente[10], y así el cristiano debe corresponder, donándose completamente, en el olvido de sí mismo –de sus pasiones-, de manera tal que su prójimo vea en él a una imagen viviente, a una copia viva de Jesucristo, y ya no más a él.
De esta manera, de la compañía íntima con Cristo en el Nuevo Tabor –el altar es como el Monte Tabor, porque así como en el Tabor, Cristo manifestó su gloria para luego ocultarla bajo su Humanida Santísima, así en el altar eucarístico, Cristo manifiesta la gloria de su Cuerpo resucitado a los ojos de la fe, al tiempo que la oculta a los ojos del cuerpo, bajo las especies eucarísticas- el cristiano contempla el misterio insondable de Jesús en la Eucaristía –la Eucaristía no es un poco de pan, sino el Hombre-Dios vivo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la luz y de la vida divina, tal como se encuentra en los cielos, solo que oculto bajo las especies eucarísticas-, recibiendo de Jesús el Amor que brota a raudales de su Sagrado Corazón, y esa contemplación en la adoración eucarística, es la garantía de que el cristiano, que en esta tierra y en el tiempo adora al Cordero oculto en las especies eucarísticas, está llamado a contemplarlo cara a cara, en la intuición inmediata de su Ser trinitario, en la otra vida, en la eternidad, en la Bienaventuranza, tal como es en sí. La dicha sobrenatural de la criatura en la visión intuitiva de Dios es preludiada y anticipada por la revelación de la Trinidad en la Transfiguración del Monte Tabor y es anticipada también en la oscuridad de la fe, en la adoración eucarística; la fe en la Trinidad es el gozo anticipado de la intuición bienaventurada; tiende un puente para unir el alma con el cielo; mientras mora todavía en la tierra, la levanta al seno de Dios; la introduce en la alegría de su Señor. Y si la bienaventuranza del mismo Dios tiene su mayor gozo en la comunión y relación mutua de las Personas, la fe en la Trinidad ya nos da a saborear algo de la dulzura y amabilidad más íntimas de Dios[11].
El cristiano, por lo tanto, que contempla, en la oscuridad de la fe, la inefable majestuosidad del Ser trinitario, y que se goza en el íntimo y silencioso diálogo de Amor que la Trinidad de Personas establece con Él en la adoración eucarística, está llamado a dar testimonio de esta bienaventuranza, comunicando a los demás el Amor de Jesucristo, ante todo con el testimonio de una vida fundamentada en Cristo Jesús, es decir, fundamentada en la pobreza de la cruz, en la castidad, en el amor misericordioso demostrado en obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. El cristiano que confiesa sacramentalmente, que comulga diariamente, que adora a la Eucaristía, está llamado a anunciar al mundo que la felicidad plena y definitiva no está en la vida presente ni en las cosas del mundo, sino en Dios Uno y Trino, y así lo señala el Santo Padre Juan Pablo II al referirse a la vida consagrada: “...la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios”[12].
Al llamado de Cristo a dar testimonio, y a la comunicación de Su santidad que Cristo realiza al cristiano, el cristiano debe responder con la santidad de vida[13], y la santidad se desprende de la cruz: la pobreza de la cruz, la castidad de la cruz, la obediencia de la cruz. Si no refleja a Cristo crucificado con su vida, el cristiano puede considerarse un impostor, cuyo padre no es Dios, sino el Demonio, el Padre de la mentira: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Por eso, si bien el Monte Tabor es la revelación de la gloria de Cristo como Verbo del Padre hecho carne, es también la preparación para la cruz[14]. Cristo lleva al cristiano junto a sí en el Tabor, le revela su gloria y luego la oculta, para que, como Él, por la cruz arribe a la resurrección[15].


[1] Cfr. Misal Romano.
[2] Cfr. Ecclesia de Eucharistia, Cap. 1, Eucaristía, Misterio de fe.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] 64, 1.
[6] Cfr. Ecclesia de Eucaristia, Cap. 1.
[7] Cfr. Misal Romano.
[8] Jn 15, 15.
[9] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 136.
[10] Cfr. Scheeben, Los misterios, 137.
[11] Cfr. Scheeben, Los misterios, 138.
[12] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[13] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[14] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 14.
[15] Cfr. Misal Romano, Prefacio de la Transfiguración del Señor.

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