jueves, 23 de junio de 2016

Hora Santa en reparación por sacrilegio contra Jesús Crucificado en Chile


Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado como reparación al violento ultraje cometido contra Cristo crucificado, en el transcurso de una marcha de estudiantes, en Chile. Los mismos, atacaron la Iglesia de la Gratitud Nacional ubicada en Santiago de Chile, sacaron el crucifijo –que era de tamaño natural- y lo destrozaron en la calle. Los sitios en donde se encuentra la información del lamentable hecho son los siguientes: http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=26818; http://www.24horas.cl/nacional/encapuchados-destrozan-el-cristo-de-la-iglesia-de-la-gratitud-nacional-2039783 Pedimos también la conversión de quienes cometieron tal salvaje acto contra Nuestro Señor.

Canto inicial: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.

Oración de entrada: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.

         “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. La Cruz es el Nuevo Árbol de la Vida, porque en ella estuvo suspendido Aquél que es la Vida Increada y Creador de toda vida, Cristo Jesús, y es Árbol de la Vida porque en la Cruz venció el Dios, que es la Vida en sí misma, a la muerte terrena, al pecado, que es la muerte del alma y al demonio, por “cuya envidia entró la muerte al mundo” (Sab 2, 24; Sant 1, 13). La Cruz es santa y gloriosa porque en ella estuvo suspendida el Dios Tres veces Santo, Jesús, que es el resplandor de la gloria del Padre, cuyo Ser divino trinitario posee la gloria divina desde toda la eternidad. Así como un árbol terreno es causa de vida para el hombre, porque éste se sustenta con sus frutos, así el Árbol de la Vida, que es la Santa Cruz de Jesús, plantado en la cima del Calvario, es causa de vida, sí, pero de vida eterna, porque de la Cruz obtiene el hombre el fruto exquisito que lo alimenta con la vida divina, el Sagrado Corazón de Jesús. De la misma manera a como un hombre sube a un árbol para tomar sus frutos y así sustentar su vida corpórea, así el hombre pecador, muerto a la vida divina por el pecado, al subir a la Cruz, toma con sus manos el fruto exquisito del Árbol de la Vida, el Amor celestial del Corazón de Jesús. “¡Oh Árbol de la Vida, Leño Santo de la Cruz, que sostienes entre tus brazos a la Fuente de la Vida eterna, Cristo Jesús, te adoramos y bendecimos, porque nos alimentas con el alimento celestial, el Amor de Dios, contenido en el Sagrado Corazón! Amén”.

         Silencio para meditar.

         Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Segundo Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

         “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. Con la Santa Cruz, sucede al revés de lo que sucede con el mundo: mientras el mundo canta victoria cuando su adversario está vencido, Dios vence a sus enemigos cuando, en la Santa Cruz, y a los ojos del hombre, aparenta estar vencido. Si se mira la Santa Cruz solo con la mirada humana y sólo con los estrechos límites de la razón del hombre, la Cruz parece ser el más rotundo de los fracasos: un líder religioso, que pregonaba el perdón, el amor y la justicia, muere como un malhechor, abandonado por sus amigos y discípulos, acompañado sólo por su Madre, la Virgen María y por uno solo de todos los que lo seguían, Juan el Evangelista; muere rodeado de enemigos, luego de haber sufrido un tormento crudelísimo en su Pasión y luego de haber sido traicionado, encarcelado, acusado falsamente, juzgado inicuamente, condenado a muerte injustamente. Visto con ojos humanos y con la débil luz de la razón humana, la Cruz es el más rotundo de los fracasos que jamás pueda pensarse: el que muere crucificado, que decía llamarse “Hijo de Dios”, es vencido por el hombre; el que muere crucificado, que afirmaba que “las puertas del Infierno” –y por lo tanto el Demonio, Príncipe del Infierno- “no habrían de prevalecer contra su Iglesia”[1] –y por lo tanto contra Él, es vencido en apariencia por las fuerzas del Infierno, desencadenadas con toda su furia contra su Cuerpo; el que muere crucificado, que afirmaba perdonar los pecados, muere a causa del pecado que anida, como una hiedra venenosa, en el corazón del hombre. Vista con los ojos humanos, la Cruz es sólo fracaso rotundo de un hombre bueno que dijo cosas hermosas, pero cuyos enemigos fueron más fuertes que él. Sin embargo, no se puede ver la Santa Cruz de Jesús sólo con los ojos humanos y no se puede aprehender su contenido sobrenatural, sino sólo a la luz de la fe, la cual nos dice que la Santa Cruz es el Leño Victorioso en el que triunfa el Cordero de Dios sobre todos sus enemigos, de modo definitivo, de una vez y para siempre. La Santa Cruz de Jesús, tal como la ve Dios, es su triunfo más contundente en favor de los hombres y para su mayor gloria y alabanza, porque a través de la derrota aparente de la cruz, Dios manifiesta, en Cristo Jesús, su Sabiduría divina, su Justicia perfecta, su Amor eterno, al vencer para siempre a los enemigos del hombre y al concederle a este, por la Sangre de Jesús, el perdón divino y la divina filiación, adoptándolo como hijo y haciéndolo regresar a su seno, como el hijo pródigo de la parábola. ¡Oh Jesús, Kyrios, Rey de la gloria, que triunfas en la Santa Cruz, asóciame a tu Pasión para que, unido a Ti en el sacrificio redentor, te adore luego por la eternidad en el Reino de los cielos!

         Silencio para meditar.

         Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Tercer Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. La Santa Cruz es una derrota sólo aparente, y aparece como derrota sólo cuando se la contempla parcialmente, con la débil luz de la razón humana: vista con los ojos de Dios, la Santa Cruz de Jesús significa el más rotundo y fabuloso triunfo divino sobre los tres grandes enemigos mortales del hombre: el Demonio, la muerte y el pecado. El Demonio, la Serpiente Infernal, es vencido porque en el mismo momento en que piensa que ha triunfado sobre el Crucificado -al asestarle su feroz mordida para inocularle el veneno de la muerte-, esta Serpiente Antigua es vencida, cayendo fulminada al Abismo donde no hay redención, porque la Carne que mordió en la Cruz era la Carne del Cordero de Dios, impregnada y empapada con la divina substancia del Ser trinitario, que siendo la Vida Increada en sí misma, le da muerte al instante al Ángel Orgulloso, creador de la muerte, haciéndolo sucumbir en las profundidades del Infierno, en donde vivirá la segunda muerte por toda la eternidad. Y cuando la Muerte parecía haber triunfado, al haber matado al “hijo del carpintero”, recibe ella misma la estocada mortal que la venció de una vez para siempre, porque Aquel a quien la muerte quería matar era la Vida Increada, la Vida de Dios en sí misma, Vida divina, inmortal y eterna, y así la Muerte quedó derrotada para siempre en la Cruz por el Dios Viviente. Por último, el pecado, que desde Adán y Eva corroía e infectaba el corazón del hombre con la rebelión contra Dios, también fue aniquilado en la Santa Cruz de Jesús, porque Aquel que murió como consecuencia del mal que anidaba y surgía del corazón del hombre, era el Dios Tres veces Santo, que con su santidad inmaculada, portada por su Sangre derramada de sus heridas abiertas, lavó los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, haciéndolos desaparecer al contacto con su Sangre Preciosísima. Vista con los ojos de Dios, la única manera posible de contemplarla, la Santa Cruz de Jesús significa el más rotundo y magnífico triunfo de Dios sobre los enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, la Muerte y el Pecado. ¡Oh Jesús, Vencedor, Rey victorioso en el leño de la cruz, asóciame a tu Pasión, para luego participar de tu triunfo por la eternidad!

Silencio para meditar.

         Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Cuarto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

         “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. Cuando celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz, nos regocijamos por el triunfo de Dios sobre nuestros enemigos, porque Dios vence y lo hace para siempre, pero no al modo mundano, no al modo de los hombres, sino a su propio modo, un modo misterioso que le pertenece, porque sólo Él puede convertir, con su omnipotencia, una derrota en triunfo. Dios triunfa en la Cruz de un modo misterioso, porque cuando todo parece -humanamente hablando-, perdido, cuando parece que la derrota es irreversible, cuando las fuerzas abandonan y la muerte parece enseñorearse sobre el Mesías y Cordero, es allí cuando Dios Trino triunfa en la Cruz. El camino que Dios elige para vencer es, paradójicamente, la derrota de la Cruz, que sólo para la débil mente humana es derrota, porque es el momento en el que se manifiesta, con todo su esplendor, la fuerza y la gloria de Dios, en el madero de la Cruz. Cuando Jesús aparece abandonado y desamparado por todos sus amigos y seguidores, incluido hasta su Padre -abandono por otra parte aparente y temporal que lo lleva a exclamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)-, y aunque no es abandonado por su Madre, que permanece firme al pie de la Cruz, junto a Juan Evangelista, su desamparo en la cima del Monte Calvario es tan extremo, que da la apariencia de sellar el triunfo de sus enemigos. Pero es en la Cruz en donde se manifiesta la Sabiduría, el Amor y el Poder del Padre, porque es Él quien cambia la muerte de su Hijo en la Cruz, por la vida para los hombres que abracen el leño del Calvario; es Él quien convierte la derrota de Jesús, en el triunfo del Hombre-Dios; es Él quien convierte la tristeza de la muerte, la desolación, el dolor y las lágrimas del Viernes Santo, en la alegría desbordante y el júbilo celestial que embarga al alma el Domingo de Resurrección, con el triunfo del Cordero de Dios sobre la muerte. Por la muerte de Jesús en la Santa Cruz, Dios Trino nos obtiene, para todos los hombres, la vida eterna, porque el que participa de la Pasión del Señor Crucificado abrazándose a la Cruz y permitiendo que la Sangre y el Agua que brotan del Costado traspasado de Jesús empape su corazón, comienza a experimentar cómo el Agua le quita los pecados y la Sangre le concede una vida nueva, la vida de la gracia, participación en la vida trinitaria del Ser de Dios, vida divina de la que se comienza a participar en el tiempo y se alcanza en su plenitud en la eternidad. En la muerte de Jesús en la Cruz, se cumplen misteriosamente las palabras del Señor: “Confiad, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). ¡Oh Cristo, Señor de la gloria, que reinas victorioso en el madero, hazme participar de tu Pasión y Cruz en cuerpo y alma!

Silencio para meditar.

         Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Quinto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. Comentando la Pasión del Señor, dice San Efrén que Jesús, siendo Dios Todopoderoso, “fue azotado como el más vil de los criminales”, lo cual produjo una “gran conmoción (y) horror a la vista de tan tremendo tormento”, “enmudeciendo de asombro a cielos y tierra al contemplar el cuerpo del Señor surcado por el látigo de fuego y desgarrado por los azotes”[2]. El que era azotado, dice San Efrén, era el “que había tendido sobre la tierra el velo de los cielos, que había afirmado el fundamento de los montes, que había levantado a la tierra fuera de las aguas, que lanzaba desde las nubes el rayo cegador y fulminante”, y ahora “era golpeado por infames verdugos, con las manos atadas a un pilar de piedra que Su palabra había creado. ¡Y ellos, todavía, desgarraban sus miembros y le ultrajaban con burlas! ¡Un hombre, al que Él había formado, levantaba el látigo! Él, que sustenta a todas las criaturas con su poder, sometió su espalda a los azotes; Él, que es el brazo derecho del Padre, consintió en extender sus brazos en torno al pilar. El pilar de ignominia fue abrazado por Él, que sostiene los cielos y la tierra con todo su esplendor. Los perros salvajes ladraron al Señor que con su trueno sacude las montañas y mostraron los agudos dientes al Hijo de la Gloria”[3]. Junto con San Efrén, podemos decir que luego de ser azotado cruelmente sobre el pilar, el Creador del universo visible e invisible, Aquel a quien los ángeles en el cielo se postran en adoración y alabanza y acción de gracias, Cristo Jesús, fue recostado sobre el leño y sus manos y pies fueron perforadas por gruesos clavos de hierro, recibiendo así, el Autor de la vida creada y la Vida Increada en sí misma, el trato de un malhechor y bandido, siendo Él la Inocencia y la Bondad infinitas. Pero si el mundo lo trata como a un malhechor, condenándolo injustamente al patíbulo de la Cruz, nosotros lo homenajeamos como a Nuestro Rey y lo adoramos como a Nuestro Dios y Señor, a Él, el Rey de cielos y tierra, Jesucristo, el Kyrios, el Rey de la gloria, que reina desde el madero y ante quien nos postramos en adoración, alabanza, acción de gracias y reparación. Nos postramos ante la Santa Cruz, el Árbol Santo, porque contiene entre sus brazos al Redentor de los hombres, el Hombre-Dios, Cristo Jesús, y al tiempo que nos postramos y adoramos al Cordero de Dios, le imploramos que nos una a su Pasión y Cruz. Precisamente, nuestra misión en este mundo en cuanto cristianos, en cuanto miembros de su Cuerpo místico, que hemos sido unidos a Él por un lazo más fuerte que el lazo de la sangre, el Espíritu Santo, es cargar nuestra cruz de cada día, negarnos a nosotros mismos -en nuestra concupiscencia, en nuestra tendencia al mal, en el pecado- y seguirlo por el Camino Real de la Cruz, participando de su sacrificio redentor, padeciendo con Él en el patíbulo de la Santa Cruz, participando del fracaso aparente de la Cruz, para así salvar nuestras almas y las del mundo entero, para ser luego partícipes de su glorioso triunfo en el cielo. ¡Madre de Dios y Madre mía, que por la Santa Cruz lleguemos a la eterna luz de Jesús!

Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

 Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.



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