viernes, 13 de abril de 2018

Hora Santa en reparación por profanación contra la Eucaristía en Francia 050418



         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario en reparación y desagravio por el ultraje –“un acto de profanación deliberado”- cometido contra la Eucaristía en una iglesia en Francia (localidad de Domois, Departamento de Costa de Oro). La información correspondiente a tan lamentable hecho se puede encontrar en el siguiente enlace:


Según los reporteros, luego de derribar la puerta de la sacristía a golpes de hacha, los profanadores profanaron el tabernáculo y desparramaron las Hostias consagradas por el suelo. Además de reparación y desagravio, pediremos por la conversión de quienes cometieron este sacrilegio, además de pedir por la conversión propia, la de los seres queridos y por todo el mundo.

         Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Enunciación del Primer Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).

Meditación

El amor del Sagrado Corazón de Jesús por nosotros es tan grande que Él, “sabiendo que había de pasar de este mundo al Padre” (cfr. Jn 13, 1), es decir, sabiendo que “había venido del Padre” y que ahora, por la Pasión y muerte en cruz debía “volver al Padre” (cfr. Jn 16, 28) y que por lo tanto habría de separarse de nosotros, que vivimos en este “valle de lágrimas”, “habiéndonos amado a nosotros, que éramos los suyos, nos amó hasta el fin” (cfr. Jn 13, 1-15) y en unión con el Padre y el Espíritu Santo ideó un modo de quedarse entre nosotros, aun cumpliendo su Pascua, aun cumpliendo su “paso” de esta vida al seno eterno del Padre. Y eso que Jesús ideó, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, para quedarse “todos los días entre nosotros, hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20) es la Eucaristía. Al consagrar el pan y el vino en la Última Cena mediante las palabras de la consagración, el Sumo y Eterno Pastor Jesucristo convirtió las substancias del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre, para así quedarse todo Él, en Persona, en la Eucaristía. La Eucaristía, por lo tanto, es el “Emanuel” (cfr. Is 7, 14; Mt 1, 23) en el sentido más pleno del nombre, porque la Eucaristía es “Dios con nosotros”; en la Eucaristía Jesús se encuentra con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, entre nosotros, tal como se encuentra en los Cielos eternos, siendo adorado por la eternidad por ángeles y santos. Adoremos por lo tanto, en unión con los ángeles y santos del Cielo, al Emanuel, el Dios con nosotros, Jesús Eucaristía, el Dios del sagrario, el Dios de la Eucaristía. Adorémoslo día y noche, sin cesar, nosotros, que vivimos en este mundo “envueltos en tinieblas y en sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79); adorémoslo en acción de gracias por haberse quedado entre nosotros y hasta el día feliz en que, por su Misericordia, también llegue la hora de nuestra pascua, de nuestro paso de esta vida a la otra, para continuar adorándolo y amándolo por la eternidad.

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Segundo Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).

Meditación

Es en la Eucaristía en donde Jesús cumple su promesa de quedarse con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Es lo que les sucede a los discípulos de Emaús cuando, al pensar que Jesús, luego de acompañarlos por el camino, seguiría de largo, lo invitan a quedarse con ellos: “¡Quédate con nosotros, Señor!”. Y Jesús se queda con ellos, pero no solo porque los acompaña a cenar, sino porque, en la Santa Misa por Él celebrada, se queda en la Eucaristía, donándose a sí mismo como alimento del alma. Como dice el Santo Padre Juan Pablo II, Jesús les dio a los discípulos algo infinitamente más grande que lo que le pedían: ellos le pedían que se quedara “con” ellos y Jesús se quedó “en” ellos por medio del don de la Eucaristía: “Cuando los discípulos de Emúas le pidieron que se quedara “con” ellos, Jesús contestó con un don mucho mayor. Mediante el sacramento de la Eucaristía encontró el modo de quedarse “en” ellos”[1]. A imitación de los discípulos de Emaús, que invitaron a Jesús a “quedarse con ellos”, nosotros, por medio de la Eucaristía –y habiendo dispuesto previamente el corazón por la fe, la gracia y todo el amor del que seamos capaces-, nosotros invitamos a Jesús que, por la Comunión Eucarística, ingrese en la humildad de nuestra pobre alma.

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Tercer Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).

Meditación

El hombre, por el hecho de haber sido creado por Dios para Dios, posee, desde el momento mismo en que su alma es creada, una sed y un hambre de Dios que sólo pueden ser satisfechas con Dios mismo. Como dice el profeta Amós[2], “Dios ha puesto en el corazón del hombre el “hambre” de su Palabra”[3] y ese hambre “solo puede ser saciada en la plena unión con Él”[4], unión que acontece, de modo real, orgánico, místico y sobrenatural, por la Comunión Eucarística. Solo saciando esta sed y esta hambre de Dios, el hombre encuentra reposo, calma, paz, tal como lo dice San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti”[5]. Si todo hombre, desde que nace, busca la felicidad que solo puede encontrarse en Dios, los católicos podemos considerarnos los seres más afortunados del mundo, porque a través de la Eucaristía, Dios no nos da un recuerdo suyo, sino que se nos dona Todo Él, en sí mismo, sin reservarse nada para sí; en la Eucaristía, Dios se nos dona, por medio de la Humanidad Santísima de Jesús, unida hipostáticamente a la Persona Segunda de la Trinidad, con todo su Ser trinitario, perfectísimo y purísimo, además de donarnos todo el Amor –eterno, infinito, inagotable, inefable, celestial- de su Sagrado Corazón Eucarístico. ¡Cuántos hombres de buena voluntad buscan la felicidad que sólo Cristo Eucaristía puede dar, porque la Eucaristía es Dios, que es la Alegría, la Felicidad, el Amor y la Paz en sí mismos!

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Cuarto Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).

Meditación

Por la Eucaristía, los hombres somos unidos en un mismo cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesús, su Iglesia, la Iglesia Católica, la Esposa del Cordero y esta unión la lleva a cabo Cristo mediante el envío del Espíritu Santo a quienes comulgan. Por la Comunión Eucarística, los miembros del Cuerpo de Cristo reciben el Espíritu Santo que los une “en un mismo Cuerpo y un mismo Espíritu”, por lo que es “el Pan Eucarístico el que nos convierte en un solo Cuerpo”, esto es, la Iglesia[6]. Por esto, la comunión sacramental no es un mero acto de unidad externa, sino que es medio para la infusión del Espíritu Santo sobre los miembros del Cuerpo de Cristo, que así son animados por el Espíritu, de la misma manera a como el alma anima –da vida- al cuerpo al que informa. La unidad del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, no está dada por la mera voluntad humana de los hombres de congregarse bajo una única Iglesia, sino que es Cristo quien la crea, al infundir el Espíritu Santo por medio del “Pan Eucarístico (…) que así nos convierte en un solo Cuerpo”[7]. Es éste el sentido de lo que el Apóstol San Pablo afirma: “Un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 17). Por la Eucaristía, los cristianos nos convertimos en el Cuerpo de Cristo y somos vivificados por el Espíritu Santo, siendo hechos uno en Cristo, de manera análoga a como el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre: “Como tú, Padre, en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). La Comunión Eucarística entonces, al mismo tiempo que nos une a Cristo en un solo Cuerpo y un solo Espíritu, se convierte en signo externo del más eficaz de los apostolados y el modo en el que la Iglesia Peregrina cumple el mandato de Cristo: “Id y anunciad el Evangelio a todas las naciones”, porque al “ser uno con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, el mundo creerá que Jesús es el Enviado del Padre” (cfr. Jn 17, 21).

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Quinto Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).

Meditación

Por la Eucaristía, la Iglesia no solo conmemora, sino que, en cierta medida, participa y se hace presente en el misterio de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en el Viernes Santo y en el Domingo de Resurrección: (…) en la misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cfr. Jn 20, 19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el pueblo de Dios de todos los tiempos”[8]. Es a este misterio al cual la Iglesia hace referencia cuando dice: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, porque la Iglesia participa y asiste, por la renovación incruenta y sacramental del sacrificio de la cruz, al Viernes Santo, pero también participa y asiste al Domingo de Resurrección, porque la Eucaristía que comulga contiene no el Cuerpo muerto de Jesús, sino el Cuerpo resucitado de Jesús, lleno de la gloria, la luz, la paz y la alegría de Dios Uno y Trino.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.




[1] Cfr. Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, Carta Apostólica al Episcopado, al Clero y a los Fieles para el Año de la Eucaristía Octubre 2004 – Octubre 2005, III, 19.
[2] 8, 11.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, III, 19.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Confesiones, I, 1, 1.
[6] Cfr. Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, III, 19.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, III, 19.
[8] Cfr. N. 33: AAS 90 (1998), 733; cit. Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, III, 23.

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